Por Sofía Olvera
19 de septiembre del 2025. Xalapa, Ver.- El 19 de septiembre de 1985, a las 07:17 de la mañana, un movimiento telúrico de intensidad excepcional se originó frente a las costas de Michoacán, llegando a la Ciudad de México con una violencia que se mediría en pérdidas humanas, colapsos urbanos y nuevas reglas para la convivencia con el riesgo, en una ciudad de terreno inestable. La magnitud del evento se estima en 8.0–8.1 en la escala de momento; el epicentro quedó localizado cercano a la desembocadura del río Balsas y la sacudida se prolongó por minutos que para muchos resultaron interminables.

En la capital el terremoto no fue un fenómeno abstracto: resonó sobre suelos rellenados y lagos secos, que terminaron por amplificar los movimientos, hizo vibrar fachadas y provocó el colapso de cientos de edificios —especialmente aquellos de entre seis y quince pisos cuyo periodo de oscilación coincidió con la energía liberada—. Zonas enteras del centro y la cuenca —damnificadas por la composición del subsuelo y por fallas en diseño y ejecución constructiva— se quedaron reducidos a escombros en cuestión de segundos. Las cifras del desastre quedaron inseparablemente mezcladas con la confusión: existieron múltiples conteos y estimaciones contradictorias sobre el número de víctimas, que van desde los miles reportados por fuentes oficiales hasta cifras mucho mayores recogidas por organismos y testimonios contemporáneos.

Entre los lugares cuyo derrumbe simbolizó la fragilidad de la infraestructura pública está el Hospital General de México (Dr. Eduardo Liceaga). La torre que albergaba la unidad de ginecología-obstetricia y la residencia médica se desplomaron enterrando entre sus restos a pacientes, residentes, médicos, enfermeras, personal de limpieza y recién nacidos; estudios médicos y relatos oficiales retomados por investigaciones posteriores estiman que en esa zona del hospital había alrededor de 471 personas, y que aproximadamente 295 de ellas perdieron la vida en el colapso o por las consecuencias inmediatas del mismo. Las imágenes de cuneros sepultados y pequeñas habitaciones de cuidados neonatales convertidas en escombros marcaron una de las escenas más desgarradoras de la tragedia. Las labores de rescate, el manejo de cuerpos y la atención a supervivientes en condiciones de escasez de agua, luz y equipos transformaron al accidente hospitalario en una crisis humanitaria dentro de la crisis.

El Edificio Nuevo León, parte del conjunto urbano de Nonoalco-Tlatelolco, se convirtió también en emblema del derrumbe masivo. Diseñado como tres secciones de quince pisos, dos de esas secciones colapsaron totalmente la mañana del 19 de septiembre; un total estimado de 192 departamentos quedaron destruidos, las pérdidas humanas en ese inmueble se calculan en decenas o centenas según las fuentes, con estimaciones que oscilan entre dos y tres centenares de víctimas. El desplome del Nuevo León tuvo repercusión simbólica y mediática —por la magnitud, por el número de personas atrapadas y por la presencia en las labores de rescate de personajes públicos, como Plácido Domingo, que, como en algunos relatos, se vincularon al edificio por tener familiares habitando en él—. El derrumbe puso en primer plano problemas de calidad constructiva, posibles implicaciones de corrupción y descuido por parte de públicos y privados, mantenimiento y de la supervisión pública de la obra que, a la vista de los catastros posteriores, no resistieron la sacudida.

Otro colapso emblemático ocurrió en el edificio que albergaba al entonces CONALEP SPP, en el cruce de Iturbide y Humboldt, en el Centro Histórico; dado que las clases iniciaban a las 7:00 a.m., estudiantes y personal docente ya se encontraban en el interior cuando el movimiento se produjo. El inmueble se partió prácticamente en dos y las estimaciones de fallecidos en ese sitio rondan las ciento veinte personas, aunque —como en el resto de la catástrofe— los números varían según la fuente y el momento en que se realizaron los conteos. El colapso del CONALEP es recordado no solo por la cifra de víctimas, sino por la lentitud y la complejidad de los rescates bajo montones de concreto y vigas, y por las historias de supervivencia que emergieron días después.

No fueron hechos aislados: la capital vio caer torres hospitalarias (entre ellas el Hospital Juárez), hoteles (el Hotel Regis, entre otros), vecindades y edificios de departamentos en colonias como Roma, Condesa, Juárez, el Centro Histórico, Tlatelolco, Narvarte y la zona de San Antonio Abad, donde talleres y vecindades de costureras quedaron sepultados con sus trabajadoras. El listado de inmuebles dañados o derrumbados es largo —desde naves industriales y hoteles a edificios de juzgados y oficinas públicas— y la remoción de escombros, que requirió maquinaria pesada, se prolongó por semanas y transformó el paisaje urbano.

Las horas posteriores al sismo estuvieron marcadas por una doble escena: por un lado, la visible insuficiencia de respuesta institucional en las primeras 48 horas —fallas en coordinación, supuestos encubrimientos de la realidad del país, rechazo de ayuda internacional, retrasos en el envío de maquinaria pesada y una comunicación oficial errática—; del otro lado, la emergencia de la solidaridad ciudadana en una escala sin precedentes: brigadas de vecinos, trabajadores, estudiantes, organizaciones civiles y decenas de equipos espontáneos —armados tan solo con palas, picos, camiones y manos, personas que estaban dispuestas a salvar vidas, a costa aún, de la propia— organizaron rescates, canalizaron alimentos, improvisaron albergues y llevaron a cabo acciones que salvaron miles de vidas. Esa respuesta civil, espontánea y masiva, pasó a ser un rasgo distintivo del 19 de septiembre y obligó a repensar la relación entre Estado y sociedad ante las catástrofes.

El sistema de salud quedó severamente afectado: se reportó la pérdida de cientos de camas por el colapso parcial o total de hospitales importantes; el Centro Médico Nacional Siglo XXI del IMSS, el Hospital General, el Hospital Juárez y diversas unidades del ISSSTE y de la Secretaría de Salud sufrieron daños que obligaron a desalojos masivos y a la reubicación urgente de pacientes. La capacidad hospitalaria urbana se redujo de manera drástica en un momento en que la demanda por atenciones quirúrgicas y urgentes se multiplicó. El manejo de fallecidos, la saturación de funerarias y cementerios, y la atención a miles de heridos, entre ellos muchos politraumatizados, configuraron una crisis sanitaria que acompañó al desastre estructural.

Las cifras oficiales y las estimaciones independientes siguen mostrando discrepancias notables: a lo largo de los días y años posteriores circularon conteos que iban desde poco más de tres mil defunciones registradas por algunos órganos oficiales hasta cálculos de decenas de miles manejados por diversas organizaciones y testimonios. La falta de un registro único, la ausencia de información precisa en los primeros días y la fragmentación de los conteos —sumada a la pérdida de expedientes y de registros civiles en edificios dañados— alimentaron la incertidumbre sobre el número real de víctimas. Esa indeterminación se convirtió también en parte del duelo colectivo y en un reclamo político: la memoria no puede circunscribirse a cifras oficiales cuando las familias y los barrios cuentan pérdidas que no entraron en las estadísticas.

A partir del terremoto se emprendieron transformaciones concretas: se reformaron normas de diseño y edificación, se impulsaron protocolos de protección civil y, con el tiempo, se crearon instituciones técnicas para la prevención de desastres. El Centro Nacional de Prevención de Desastres (CENAPRED) surgió en 1988 como respuesta institucional a la necesidad de coordinar investigación, vigilancia y capacitación en riesgos; por su parte, la iniciativa y los desarrollos técnicos iniciados en la academia y en organismos civiles desembocaron en la creación del sistema de alerta sísmica que años después aportaría segundos cruciales de aviso ante nuevos temblores. Estas medidas nacieron del aprendizaje doloroso de 1985 y se han perfeccionado con el tiempo, pero la implementación total de sus recomendaciones sigue siendo un proceso en construcción.

El rescate y la atención de sobrevivientes dejaron episodios personales impresos en la memoria colectiva: relatos de personas que estuvieron días bajo los escombros, historias de vecinos que, con riesgo extremo, retiraron losas para sacar a desconocidos, testimonios de médicos que dejaron a sus propios familiares para integrarse a brigadas, y el encuentro entre la desesperación y la solidaridad que iluminó la ciudad. Escritores y cronistas —entre ellos los compiladores de voces como Elena Poniatowska— documentaron ese coro de testimonios que, convertidos en memoria, reclamaron reconocimiento y justicia.

Entre las imágenes más emblemáticas que dejó el sismo de 1985 está el surgimiento de los llamados Topos, un grupo de voluntarios que se organizó espontáneamente para ingresar en las zonas de derrumbe y rescatar personas atrapadas entre los escombros. Sin equipo especializado ni entrenamiento previo, estos hombres y mujeres se convirtieron en rescatistas improvisados, aprendiendo sobre la marcha técnicas de búsqueda, apuntalamiento y extracción. Su valentía y perseverancia permitieron salvar decenas de vidas en sitios como el Edificio Nuevo León, el Hospital Juárez y talleres de costura colapsados. Con el tiempo, este grupo se formalizó como el Brigada de Rescate Topos Tlatelolco, convirtiéndose en referencia internacional en operaciones de rescate urbano y llevando su experiencia a países afectados por desastres, desde Turquía hasta Haití.

Otro símbolo de esperanza en medio de la devastación fueron los llamados bebés milagro. Durante las tareas de rescate en el Hospital General de México y otras maternidades, brigadistas lograron encontrar con vida a varios recién nacidos que habían permanecido horas —e incluso días— bajo los escombros. Algunos sobrevivieron gracias a que sus incubadoras resistieron el impacto o a que quedaron en cavidades de aire formadas por el derrumbe. La imagen de rescatistas pasando de mano en mano a bebés cubiertos de polvo y envueltos en cobijas improvisadas se convirtió en una de las más potentes metáforas de la vida que se abre camino aun en el desastre. Estos rescates no solo levantaron el ánimo de una ciudad en duelo, sino que dieron nombre y rostro a la esperanza de reconstrucción.

Hoy, a décadas de distancia, las cicatrices físicas de algunos lugares han sido reemplazadas por parques, plazas o construcciones nuevas; otras huellas permanecen en la topografía urbana o en placas conmemorativas. Sin embargo, la lección perdura: recordar no es un acto estético, sino una obligación cívica. La conmemoración anual del 19 de septiembre —los simulacros nacionales, la revisión de protocolos hospitalarios, la fiscalización de obras y la exigencia de transparencia en registros de riesgo— es parte de esa memoria activa que busca transformar el dolor en políticas y responsabilidades concretas.

No olvidar 1985 obliga a sostener tres compromisos prácticos: primero, la exigencia de controles técnicos rigurosos en la construcción y mantenimiento de edificios, hospitales y escuelas; segundo, la capacitación continua de la sociedad y la institucionalidad para actuar en cadena cuando ocurra otro episodio —desde el ciudadano en su vecindario hasta la coordinación interinstitucional—; y tercero, la preservación de la memoria de quienes no regresaron, para que la estadística no sepulte rostros ni historias. El 19 de septiembre quedó inscrito en el cuerpo urbano y en la memoria colectiva de México. Recordarlo con precisión, detalle y respeto es la mejor garantía de que la ciudad no renuncie a proteger la vida cuando la tierra vuelva a moverse.

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