Por Carlos Gabriel Chávez Reyes

Sabemos que la escuela es uno de los principales y fundamentales espacios donde vive latentemente la socialización. Los maestros juegan uno de los roles más importantes que han existido siempre en la historia de la humanidad, pues es crucial su papel para transmitir normas, valores y conocimiento a generaciones nuevas, al tiempo en que fomentan enormes ideas morales, comprometidos cívicamente con su comunidad al formas nuevos ciudadanos, críticos y conscientes de cuestiones sociales o culturales.
Aunque bien la educación puede reproducir y perpetuar las desigualdades sociales en las sociedades modernas, también puede, al igual que el maestro, ser un gran motor que impulse el cambio y la movilidad social. Posiblemente porque los docentes tienen la capacidad de cuestionar los obstáculos que dificultan el acceso a la educación y quizá, luchar por la equidad y la justicia social.
Desde la perspectiva pedagógica, convertirse en maestro es ser el artesano del aprendizaje. Paulo Freire nos recordaría que el educador genuino no es el que “deposita” conocimiento, sino el que instaura un diálogo liberador, reconociendo los conocimientos previos del alumno y promoviendo una conciencia crítica del mundo con el fin de cambiarlo. John Dewey lo consideraría el constructor de vivencias significativas, un orientador que asiste al estudiante en la construcción de su comprensión mediante la acción y la reflexión, preparando el terreno no solo para el conocimiento, sino también para la vida democrática.
Figuras como María Montessori o Célestin Freinet destacarían al profesor como un cuidador, observador y un facilitador, que moldea el entorno para que el niño, impulsor de su propio aprendizaje, descubre, confíe y se desarrolla de manera autónoma. Lev Vygotsky enfatizaría por ejemplo su papel vital como mediador, aquel que establece vínculos en la “zona de desarrollo próximo” para que el alumno logre nuevas cimas de pensamiento con el soporte apropiado. En esencia, el educador es el encargado de encender la llama, no quien simplemente rellena el contenedor.
Los sociólogos como Michael Apple o Henry Giroux reaccionan con particular urgencia. Ellos perciben al profesor como un “transformador intelectual “, un individuo con la habilidad y la obligación de desafiar las estructuras, y promueven un pensamiento crítico que no solo comprende la sociedad, sino que busca hacerla más equitativa. Según estos teóricos, el profesor no es un técnico imparcial, sino un agente político y moral capaz de fortalecer a sus alumnos para que se transformen en ciudadanos comprometidos y conscientes de las complejas realidades que los envuelven.
Entonces, ser docente es encarar una vocación de una complejidad y una importancia excepcionales. Es ser, al mismo tiempo, facilitador del crecimiento personal y elemento crucial del mecanismo social; portador de herencias culturales y, posiblemente, catalizador de su cambio.

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